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Aventuras en el Castillo de Cemento


Había una vez una casa muy especial, una casa de cemento de tres pisos que se alzaba orgullosa en un domo volcánico, cerca pero a la vez lejos del bullicioso centro de Quito. Esta casa no era como las demás; era inmensa y rebosante de vida, con divisiones hechas a mano de manera empírica. Para Mateo, el niño que allí vivía, esta casa parecía un castillo gigantesco lleno de historias y aventuras. Cada rincón escondía un secreto, y cada día ofrecía una nueva oportunidad para explorar y soñar.


Cada persona en esa casa era un personaje único. Desde la amplia ventana del departamento donde vivía, Mateo observaba fascinado a sus vecinos: algunos eran comerciantes, otros empleados públicos y otros trabajaban día a día para ganarse la vida.

Afuera, siempre había escarabajos y troopers estacionados, y en el único patio de la casa colgaba mucha ropa de los rieles. Ese patio era el corazón de la vida social de la casa, donde más de diez familias compartían sus días llenos de risas, juegos y fiestas.


Era una casa de los años setenta, donde nunca había silencio. La bulla constante de gritos, llantos y risas llenaba el aire desde la mañana hasta bien entrada la noche. Los niños jugaban a la pelota en el pequeño patio de cemento, entre las dos piedras de lavar y un baño que usaban algunos vecinos. La pelota era mágica: servía para jugar al fútbol, a los quemados y a los países. Con esa vieja pelota, los niños eran felices.



Entre todos los vecinos, había uno que llamaba especialmente la atención de Mateo. Vivía en la esquina más lúgubre de la casa, nunca abría las ventanas, y su hogar siempre tenía un fuerte olor a humedad. Era un hombre delgado, con el rostro siempre serio y enfadado. Vestía con pantalones de tela, camisas bien planchadas y una chaqueta deportiva negra. Cada vez que salía de su guarida, llevaba el periódico "El Comercio" bajo el brazo, como si fuera una extensión de su cuerpo. Su cabello negro brillaba al sol, siempre peinado con crema wellaform para mantenerlo uniforme.


Este vecino uraño no hablaba con nadie, y la bulla de la casa y los juegos de los niños le molestaban enormemente. Un día, la pelota de Mateo rompió una de sus ventanas. El vecino salió furioso, y los niños, asustados, corrieron a refugiarse en sus departamentos. Fue entonces cuando Mateo vio toda la ira del vecino reflejada en su rostro. Pero, para sorpresa de todos, un adulto salió a defender a los niños, y se armó la pelea del año en la casa. Desde la ventana de su departamento, Mateo vio caer al vecino delgado, vencido en el cuadrilátero improvisado del patio.


A partir de ese día, nadie le temía más al vecino del cabello brillante. Sin embargo, Mateo pasó del miedo a la pena. Ver la fragilidad y la soledad del vecino le dejó una marca en la memoria. Nunca olvidaría su cabello brillante ni su conmovedora soledad, y cada vez que recordaba esa casa de cemento, pensaba en aquel hombre solitario que, a pesar de su enojo, también formaba parte de la gran familia que habitaba ese lugar tan especial.


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